Cuando estaba en la universidad, como muchos amigos, tenía inquietudes políticas, desvelos y desasosiegos, casi siempre impulsado por los comunistas de aquella época. La dictadura murió y España vivió una transición irrepetible, llevada a cabo por personas muy capaces y preparadas.
Al terminar mis estudios, afronté mi trabajo con una pregunta clave: ¿soy demócrata? No quise simplificar mi realidad a extremos opuestos. Intenté entender a todos, pero lo único que obtuve fue un simple esquema. Analicé proyectos políticos desde distintas perspectivas humanistas. Todos seguían el mismo patrón: hablaban de desigualdad social, de la distribución de la riqueza y de la falta de oportunidades, pero sin proyectos serios ni bien argumentados. En cambio, lo que descubrí era un caldo de cultivo que facilitaría la llegada a organizaciones indeseables. Prometían riquezas y una vida irreal, que solo disfrutarían los instigadores, como ocurría en Cuba.
Llegó el gran día de las elecciones generales. La palabra «democracia» dejó de ser inútil. Ese día se mezclaban la emoción y el nerviosismo por la trascendencia del voto, que iba a influir en el futuro del país. La fila para votar era larga, pero se respiraba esperanza y cambio. Deposité mi voto con la satisfacción del deber cumplido, creyendo en un gobierno que velaría por el bienestar de todos. Desde ese momento, la responsabilidad era de los políticos.
Ser demócrata significa valorar tu voto. Desde niño, en casa y en el colegio, me inculcaron valores como la igualdad, la justicia y la solidaridad. Cumplía así el primer requisito: me declaré demócrata.
Un día, cayó en mis manos «El Manifiesto Liberal» de John Stuart Mill. Sus ideas resonaron en mi cabeza: hablaba de la defensa de la libertad individual, la igualdad ante la ley y la libre competencia. A esto se sumaban la tolerancia, la educación obligatoria, pública o privada y la participación ciudadana.
El liberalismo de hoy tiene sus raíces en la Ilustración. Se difundió rápidamente entre filósofos y economistas, y luego en la sociedad, especialmente entre clases dirigentes que querían eliminar las monarquías absolutas y fundar una democracia representativa, un Estado de Derecho o una monarquía constitucional. Como creo en mi trabajo y en mi libertad, adopté esas ideas. Decidí: soy liberal. Es decir, soy un demócrata liberal.
Aunque se diga que el liberalismo no puede convivir con el conservadurismo, no es verdad. Mis padres y mi mujer y yo hemos tenido como base la familia, idea que hemos transmitido a nuestros hijos. De pequeño, me enseñaron que el respeto a la autoridad era incuestionable, y me inculcaron la importancia de la disciplina, la responsabilidad y la satisfacción por el trabajo bien hecho.
Los conservadores surgieron con la Revolución Francesa de 1789. Edmund Burke, uno de sus padres, no se opuso a la revolución, sino a la violencia ejercida en nombre de la libertad. Decía que la radicalidad destruye la sociedad. Los conservadores tienden a favorecer las normas tradicionales y prácticas probadas, como la gestión económica y las relaciones familiares. Creen en la defensa de la Constitución y se oponen a los cambios sociales rápidos. Buscan mantener sus libertades y creen que la moral debe regirse por leyes justas.
Siendo muy joven, le pregunté a mi padre qué era un conservador. Me respondió de forma seria y concisa: «El que tiene algo que conservar». Muchos años después, leí a Henry Levi, padre de la nueva filosofía, decir: «Al final, todos somos conservadores». El político quiere conservar su puesto, el líder sindical el suyo, igual que el trabajador, el peluquero o quien tiene 5 euros en el bolsillo. En pocas palabras, como quiero conservar mis convicciones y a mi familia. Resulta que soy conservador. Así que ahora soy demócrata, liberal y conservador.
El catolicismo es la religión más grande y, a veces, la más incomprendida. La creación refleja la bondad de Dios. Las creencias y enseñanzas de la Iglesia son consistentes a través del tiempo. Creemos que fuimos creados por Dios, que nos hizo libres y nos dio una doctrina moral con capacidad para pecar, pero que nos concede el perdón si nos arrepentimos de corazón. Los católicos vemos el mundo como un reflejo del amor de Dios y del prójimo. Creemos en la Santísima Trinidad, revelada como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en Jesús, su crucifixión, muerte y resurrección.
Por estas reflexiones, me doy cuenta de que soy un español, demócrata, liberal, conservador y católico.
Juan Pisuerga