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En estos tiempos de medianías intelectuales, de políticos falsarios, de amnesia interesada y de un porvenir casi derrotado, merece la pena echar un vistazo a un pueblo de hombres y mujeres que soñaron con una España que no la han dejado ser, o, mejor dicho, no la hemos dejado ser. Los españoles soñamos durante años con olvidar el odio en la sombra del silencio, implorando la belleza y la luz de la palabra paz.

Antes de la trágica Guerra Civil, nuestros antepasados pregonaban con orgullo el legado histórico y cultural de España. Hoy parece que tenemos miedo a nuestra propia historia, mal explicada por cainitas que, con subvenciones, se empeñan en oscurecer nuestro papel en el mundo occidental, como si nuestro legado fuera un error del que debiéramos avergonzarnos.

Antes de 1936, una clase política irresponsable dividió a la sociedad española, creando dos bandos irreconciliables. La Guerra Civil es uno de los periodos más oscuros de nuestra historia, con un saldo de más de 500.000 vidas perdidas entre combatientes y civiles, además de heridos, mutilados y desaparecidos. La guerra diezmó una generación, devastó infraestructuras, destruyó parte de nuestro patrimonio cultural y sumió al país en una profunda ruina económica.

España, un país fundamentalmente agrícola, sufrió la destrucción de campos de cultivo, sistemas de riego y graneros. El transporte de productos se vio paralizado por la devastación de carreteras, ferrocarriles y puentes. La movilización de hombres al frente redujo considerablemente la mano de obra, dificultando aún más la recuperación.

La guerra fue un suceso traumático que marcó profundamente nuestro destino histórico. Muchos españoles se exiliaron buscando refugio en países como Francia, México, Argentina o la Unión Soviética, lo que significó una enorme pérdida de capital humano, artístico e intelectual.

En la zona republicana, el objetivo principal era defender la legalidad de la Segunda República. Sin embargo, la diversidad ideológica del bando causó que los objetivos se diversificaran y, a menudo, entraran en conflicto. Las fuerzas republicanas veían la sublevación militar como una amenaza fascista, similar a las que se consolidaban en Italia y Alemania. Las Brigadas Internacionales, compuestas por voluntarios de todo el mundo, llegaron a España para luchar contra esta amenaza.

El bando republicano era una coalición de grupos con diferentes ideologías: partidos marxistas, anarquistas, nacionalistas y sindicalistas. Mientras algunos buscaban una revolución social con la colectivización de tierras y fábricas, otros, como los comunistas y socialistas, priorizaban la victoria militar. Estas diferencias generaron tensiones, como el lema «primero la guerra, luego la revolución» de los comunistas, que chocó con el «guerra y revolución son lo mismo» de los anarquistas. Este conflicto de visiones condujo a enfrentamientos internos, como los Sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, que debilitaron enormemente la cohesión del bando.

En la zona nacional, el objetivo inicial era acabar con el gobierno republicano y sus reformas, consideradas una amenaza a los valores tradicionales y una vía hacia un régimen comunista. Los sublevados creían que la República había llevado al país a la «anarquía» y a la «amenaza comunista».

El golpe de Estado buscaba restaurar el control y el orden social. Lo veían como una «cruzada» para salvar a España del «ateísmo» y el «bolchevismo». Su plan incluía restaurar la Iglesia Católica como pilar de la sociedad, devolver las tierras a sus antiguos propietarios y promover una España unificada y centralista, eliminando cualquier separatismo. Aunque los grupos que apoyaban la sublevación tenían ideas distintas para el futuro, como una monarquía democrática o fascismo, Francisco Franco se consolidó como líder indiscutible, estableciendo su propio régimen.

La guerra dejó a España aislada y condenada por la comunidad internacional. No fue reconocida por las Naciones Unidas hasta 1955, y este aislamiento dificultó la recuperación económica y social. La reconstrucción fue un proceso largo y costoso. La vida cotidiana de la posguerra estuvo marcada por la escasez y el racionamiento de alimentos. La caída de la producción agrícola y el desabastecimiento provocaron hambrunas y el auge del mercado negro, con precios desorbitados para productos básicos.

La sociedad española vivió bajo un estricto control. Sin embargo, el sistema educativo, aunque se adaptó a las directrices del régimen, fue de gran calidad. Creado por el ministro de Educación, el profesor experto en ascetas Rodríguez, quien se exilió un año después con don Juan, el legado educativo fue extraordinario. Hubo maestros con títulos nacionales en las escuelas primarias de pueblos remotos y se crearon institutos de gran nivel, dirigidos por catedráticos que traían el rigor intelectual de la Generación del 27. Incluso los alumnos más pudientes podían elegir centros de formación religiosa.

La guerra supuso un punto de inflexión en la cultura española. El exilio de muchos artistas e intelectuales dejó un profundo vacío. Algunos, como los poetas Alberti, Cernuda, Jorge Guillén y Pedro Salinas, los escritores Rosa Chacel, Ayala y Sender, los intelectuales Sánchez Albornoz y Américo Castro, y artistas como Picasso, Dalí y Buñuel, vivieron en el destierro su anhelada patria, añorando siempre el regreso. La diáspora fue la otra España. Unos volvieron en vida de Franco, otros tras su muerte, y algunos murieron lejos, pero siempre con el anhelo de su país, tal como les había enseñado la Institución Libre de Enseñanza, un organismo académico creado por un grupo de intelectuales en 1876, dirigidos por el pedagogo Giner de los Ríos.

No obstante, España no se quedó huérfana de talentos: escritores como José María Pemán, Concha Espina, Camilo José Cela, Azorín, Pío Baroja, Pérez de Ayala o Miguel Delibes; filósofos como Ortega y Gasset o Zubiri; y científicos como Severo Ochoa, premio Nobel, o Julio Palacios, continuaron su labor dentro de nuestras fronteras.

Con rigor y trabajo, el país demostró que podía volver a ser grande. Sin embargo, no fue hasta las décadas de 1950 y 60 cuando la producción agrícola recuperó sus niveles de preguerra y la apertura de grandes fábricas impulsó la emigración de la población rural a las ciudades.

Las heridas del conflicto tardaron muchos años en cicatrizar, y sus consecuencias siguen siendo objeto de estudio. No obstante, hoy día, hay quienes pretenden reabrirlas.

La transición española a la democracia en los años 70 y 80 fue un proceso fundamental para la reconciliación. Personas preparadas intelectualmente supieron dialogar para restaurar la armonía. El proceso exigía un reconocimiento del daño mutuo, el remordimiento, el perdón y la búsqueda de soluciones. Se acordó una amnistía general y real para ambos bandos, con la obligación de sanar heridas, superar el dolor y avanzar. Fue necesario reconstruir la confianza y promover la paz social, una reconciliación que requirió tiempo, esfuerzo y compromiso de todos para construir una sociedad más justa y pacífica.

En estos tiempos confusos, donde la ignorancia y las sombras del odio reaparecen y los políticos oportunistas y mediocres vuelven a imponerse con un escaparate vacío, merece la pena recordar a aquella España, la de hombres y mujeres que ansiaban un país unido.

En 1978 se alcanzó el olvido, la paz y la reconciliación que ahora nos quieren robar a los españoles que amamos a nuestro país. ¡Hay que gritar: que no nos roben la paz!

            Juan Pisuerga