Los celtas llegaron a la península desde Europa Central en dos grandes oleadas. La primera, conocida como la cultura de Hallstatt, se cree que arribó en el siglo IX a.C., durante la Edad del Bronce. La cultura de La Tène, que se desarrolló en Europa central, penetró en la península en el siglo V a.C. en la Edad del Hierro. Estos se asentaron al norte del Duero y se fusionaron pacíficamente con los íberos, dando origen a la cultura celtibérica. Es importante destacar que la división clásica de la Edad del Hierro europea no se aplica estrictamente a la Península Ibérica, que tuvo su propia evolución cultural.
Para los celtas, el acebo tenía una fuerte importancia simbólica, especialmente durante el solsticio de invierno. En una época en que la mayoría de los árboles perdían sus hojas, el acebo se mantenía verde y vigoroso, con sus brillantes bayas rojas. Esta particularidad lo convirtió en un poderoso símbolo de vida, inmortalidad y regeneración que perduraba a través del frío invernal.
Los druidas celtas valoraban enormemente la madera del acebo por su dureza, utilizándola de forma testimonial en juicios y ceremonias. Se creía que su madera densa y pesada ofrecía protección e impedía la mentira en los procesos legales. Además, pensaban que las hojas espinosas del acebo y sus vibrantes colores podían ahuyentar a los espíritus malignos, brujas y la mala suerte. Por ello, era común decorar los hogares con ramas o coronas de acebo, buscando así proteger las viviendas y asegurar la felicidad familiar durante los festivales invernales. Esta práctica se inspiraba en la leyenda del Rey Roble y el Rey Acebo: mientras el primer rey lo hace durante los meses cálidos y luminosos, el segundo lo hace en la época más fría y con menos horas de luz. Cuando el roble pierde sus hojas, el acebo muestra todo su esplendor, cubierto de hojas verdes y bayas rojas.
La capacidad del acebo para resistir el frío, la lluvia y la nieve, junto con su distintiva combinación de colores rojo y verde, ha llevado al ser humano a considerarlo un símbolo de fortaleza y vigor. Con la expansión del cristianismo por Europa, en lugar de erradicar las arraigadas costumbres paganas, estas fueron adoptadas y se les confirió un nuevo significado, un proceso conocido como sincretismo. El acebo es un claro ejemplo de esto en la Navidad.
Junto con el muérdago, el acebo era un elemento central en las celebraciones paganas del solsticio de invierno, como las Saturnales romanas o los festivales celtas. La Iglesia Católica los incorporó a la iconografía navideña para facilitar la conversión y la aceptación de las nuevas festividades.
El simbolismo del acebo fue reinterpretado para alinearse con la narrativa cristiana: Las bayas rojas pasaron a representar la sangre de Cristo derramada durante su crucifixión. El verde constante conservó su simbolismo de resurrección y vida eterna, que ahora se relaciona con la promesa de vida después de la muerte en el cristianismo. Las hojas espinosas se asociaron a la corona de espinas del Señor.
Así, el acebo, que en la cosmovisión celta era un potente símbolo de la naturaleza y de protección, se transformó en un elemento distintivo de la decoración navideña, cargado de un nuevo significado teológico cristiano, pero conservando ecos de su antiguo simbolismo pagano.
El acebo es, por tanto, el símbolo de la esperanza, ya que desafía los rigores del invierno manteniendo sus hojas verdes y dando frutos. El cristianismo, al integrar estas tradiciones, redefinió su simbolismo. El acebo representa a Cristo: sus frutos simbolizan la vida que Jesús entregó, sus espinas son la corona que el Señor llevó en la crucifixión, y sus bayas rojas, la sangre derramada para salvar a la humanidad.
Juan Pisuerga
PARA MÁS INFORMACIÓN, CONSULTAR A:
- 11 de noviembre de 2018. «El secreto escondido de Segovia».
- Flora Española, Historia de las Plantas de España. Madrid, 1984. X edición.
- Catálogo español de plantas protegidas.
- Junta de Castilla y León. Plantaciones experimentales de acebo.
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