Vivimos una época de cambios. La filosofía de la vida, las formas sociales, el trabajo y un sinfín de cosas han cambiado.
Mi discreta reflexión, sin embargo, es que el pasado siempre vuelve o, quizá, nunca se va del todo, aunque se presente de otra forma. Aunque no se vea, sigue ahí para siempre. Es absurdo e inútil intentar huir de él; siempre corre más y termina por alcanzarnos. Tan inútil es huir como intentar borrarlo, porque, aunque nos avergüence, nos disguste, nos acompleje o nos sintamos orgullosos, es de donde venimos. No podemos negar nuestro camino vital, que siempre está presente. Mirar al pasado es bueno y lícito, siempre y cuando no nos seduzca la tentación de permanecer en él y nos prive del presente y del futuro.
Debemos afrontar el sufrimiento vital desde 1960 hasta 2011, con tantos asesinatos de ETA; esa época tan dura sigue presente en el corazón de muchos españoles.
Tenemos la obligación de construir un mundo nuevo sin olvidar el pasado. Edificar una España más grande, solidaria y soñada. Es nuestra patria y nadie nos la puede quitar.
En aquellos años leí un libro titulado «Kierkegaard vivo». En uno de sus párrafos, el autor decía: «Comprender el pasado es afrontarlo sin olvidarlo, pero tenemos que vivir el presente mirando el futuro». Es imposible olvidar aquel horrible pasado cuando, con lágrimas de dolor e impotencia, leías un día tras otro el asesinato de un militar, un guardia civil, un político o un juez, o cuando una bomba exterminadora de niños había estallado diez minutos después de haber pasado por allí con tus hijos.
¡Que el recuerdo no sea la sinrazón del olvido! Este ingrato recuerdo, en lugar de ser una causa para olvidar, debe ser el motivo para no hacerlo. La memoria debe ser la fuerza que nos impulse a recordar.
No podemos volver a aquellos años que aún están presentes en muchos españoles, pero tampoco se puede borrar a las víctimas con goma embarrada, que probablemente ensucie más el alma que la limpie.
Mi religión me pide que perdone, y así lo haré a pesar de mis sentimientos, pero pido a los verdugos que, por lo menos, se arrepientan de sus fechorías.
Juan Pisuerga