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Carlos III ascendió al trono de España en 1759, tras renunciar a los reinos de Nápoles y Sicilia. Durante sus 30 años de reinado, se rodeó de hombres ilustrados como Olavide, Cabarrús, Jovellanos, Campomanes, el conde de Aranda y el de Floridablanca. Juntos, implementaron numerosas reformas para mejorar la vida en el reino.

Casi tres siglos después de la Ilustración, España se enfrenta a nuevos retos sin una base sólida. Enfrentamos múltiples desafíos: una crisis económica, una creciente desigualdad autonómica y social, la inmigración no controlada, la polarización política y una profunda crisis cultural y educativa.

La impresión actual es que necesitamos un nuevo impulso ilustrado. Debemos recuperar el espíritu de la razón, la crítica, la inteligencia y el progreso, aplicando estos valores a los complejos problemas del siglo XXI. Es crucial promover una educación que enseñe a los ciudadanos a pensar de forma crítica, a buscar soluciones reales en lugar de problemas inventados que solo sirven para generar enfrentamientos.

Impulsar la educación y la cultura es fundamental, ya que son los auténticos pilares del progreso. Esto nos ayudaría a evitar la crisis territorial, la devastación cultural y económica, y la inmigración imparable que se asienta en la periferia de las ciudades. Esta población, sin trabajo, formación, vivienda ni medios de subsistencia, se ve abocada a la delincuencia.

Es imperativo recuperar la confianza en las instituciones y en la administración. Para tener esperanzas en el futuro, debemos confiar en el Estado. Esto implica desechar la corrupción, el nepotismo, la falta de transparencia y la ineficacia gubernamental que han erosionado la fe de los españoles.

Debemos fomentar la tolerancia y, sobre todo, el respeto para romper con la polarización política, social y autonómica que ha crecido de forma exponencial. Fomentar la cultura científica es clave. Para ello, necesitamos un plan de estudios consensuado y homogéneo para todas las comunidades autónomas, con una duración de al menos siete años y con profesores bien formados. Como bien dice el refrán, mal puede enseñar quien desconoce lo que explica.

Los títulos académicos deben ser otorgados por el Reino de España, no por el presidente de una autonomía. Es responsabilidad del país garantizar que los ciudadanos obtengan una formación de calidad. Para lograrlo, es esencial crear una red de escuelas públicas y privadas de buen nivel. Las antiguas universidades laborales son hoy más necesarias que nunca para cubrir la falta de especialistas en oficios.

Además, se deben financiar proyectos públicos de investigación reales y rigurosos, dirigidos por un Comité Científico consensuado y con resultados que se divulguen ampliamente.

Aunque las autonomías han sido beneficiosas en algunos aspectos, también han duplicado, e incluso triplicado, los trámites y el tiempo necesario para resolver conflictos administrativos, permisos, licencias y certificados. Es vital adelgazar la administración mediante la informática y la inteligencia artificial, pero para ello necesitamos funcionarios preparados, responsables y de óptimo rendimiento.

Los partidos políticos deben abandonar el clientelismo. Es ilógico, como ocurre actualmente, que una persona se afilie a un partido a los 18 años y, sin formación ni méritos académicos o laborales, alcance un cargo de gobierno sin la preparación o experiencia necesarias.

Contamos con una buena red de autovías y una aceptable red ferroviaria con alta velocidad, aunque empiezan a sufrir las consecuencias de la falta de inversión y organización jerárquica. Es probable que España sea uno de los países mejor comunicados de Europa, con numerosos puertos marítimos que conectan la península entre sí y con el exterior.

La España «deshabitada» no es un fenómeno reciente, sino algo que ha sucedido a lo largo de la historia. En los siglos XII y XIII, los reyes de Castilla y León eximieron de impuestos a los colonos montañeses, judíos y mozárabes que se asentaban en sus territorios. Actualmente, muchas zonas rurales sufren una despoblación constante, con graves consecuencias económicas y sociales. Invertir en infraestructuras y en empresas públicas o privadas en estas zonas, junto con exenciones fiscales, podría frenar este éxodo y mejorar la calidad de vida de sus habitantes.

El artículo 47 de la Constitución española establece que todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna. Este es un tema de gran relevancia y urgencia social. Tenemos un número de viviendas sociales significativamente inferior a la media europea. La construcción de estas viviendas ha disminuido drásticamente: en 2018, solo se entregaron 5.167 viviendas sociales en toda España, una cifra ínfima en comparación con las más de 100.000 que se construían anualmente en la década de 1980 y los 2 millones del régimen anterior.

La actual política de vivienda ha dificultado el acceso a la misma. Los precios de compra y alquiler se han disparado, haciendo la vivienda inasequible para muchos, especialmente para jóvenes y personas vulnerables. Paradójicamente, hay un gran número de viviendas vacías que no se alquilan debido a una pésima política populista. Una rehabilitación o un alquiler social de estas viviendas, con leyes seguras para propietarios e inquilinos y contra la ocupación, podría aliviar la demanda. Garantizar el derecho a la vivienda es una obligación del Estado, que debe aumentar su inversión en vivienda social y fomentar la colaboración público-privada.

España se enfrenta a un desafío demográfico considerable por su baja natalidad y el envejecimiento de la población. Esto ejerce una enorme presión sobre el sistema sanitario y las pensiones, dificultando su sostenibilidad.

La disminución de la población genera una manifiesta escasez de mano de obra en algunos sectores, lo que frena el crecimiento económico. La despoblación acentúa las desigualdades regionales, perjudicando a las zonas rurales. Abordar este problema requiere un enfoque integral, con políticas que fomenten la natalidad, apoyen a las familias y faciliten la conciliación laboral y familiar. Una política migratoria justa y ordenada también podría compensar el déficit demográfico y aportar mano de obra cualificada.

Es necesario evaluar las necesidades laborales del futuro para formar a profesionales competentes. Hay que facilitar la implantación de empresas y apoyar a los oficios y a los autónomos, muchos de los cuales llegan a tributar el 75-80% de sus ingresos.

Necesitamos políticos serios que no se amparen en ocurrencias extemporáneas ni en discursos vacíos, llenos de palabras huecas hilvanadas para no decir nada.

La libertad de expresión es esencial para el debate de ideas, pero bajo el axioma «la libertad termina donde empieza la de los demás», y viceversa.

Si las televisiones y radios públicas organizan debates y conferencias sobre temas de actualidad, estos deben ser imparciales y no partidistas. Deben ser entretenidos y tener el objetivo de divulgar la cultura española para que los jóvenes se sientan orgullosos de su país. No se puede permitir que los protagonistas de estos debates se esfuercen por ser más escabrosos que su oponente, valorando a quien grita más y evitando a base de interrupciones cualquier reflexión profunda.

Las televisiones deberían contratar a presentadores, tanto hombres como mujeres, que conozcan los temas de los que hablan y dominen la gramática española, porque actualmente, salvo excepciones, su nivel es un auténtico desastre.

Juan Pisuerga