Sin tardanza y sin descanso (Virgilio).
Francisco Hernández, un médico, ornitólogo y botánico español, fue una personalidad pionera en la historia de las ciencias naturales por su labor en la documentación y clasificación de la flora y fauna de la Nueva España.
Una batalla, una gran aventura marítima o terrestre o un descubrimiento son sucesos que llaman más la atención que cualquier hecho científico por grande que sea. España y Europa aprendieron muchas cosas del Nuevo Mundo gracias a Francisco Hernández.
En los siglos XV y XVI hubo un gran desarrollo científico en el viejo mundo, con España a la cabeza. Los progresos más avanzados fueron en náutica y en cartografía, como correspondía a las necesidades de la época, y en física para mejorar las armas del arte militar, pero con menor resonancia en botánica y en zoología, donde había poca información y una pobre clasificación de las especies, árboles y plantas. No hay ciencia sin orden o clasificación.
Los españoles y europeos aprendimos muchas cosas en aquella época de América y que se han hecho constantes en nuestra vida, como por ejemplo el uso de las patatas, el tomate y el cacao, etc. Y se lo debemos en gran medida a un médico castellano y toledano, Francisco Hernández, que en el siglo XVI dirigió por orden de Felipe II la primera gran investigación sobre la naturaleza en el nuevo mundo.
Francisco Hernández fue una personalidad sobresaliente para España, Méjico y en general para la historia universal. Es imperdonable que los colegios y las universidades españolas y mejicanas hayan olvidado su legado, sea por el componente cainita español, por los mitos antiespañoles de la leyenda negra o por no incluir la torpeza de los gobernantes españoles y mejicanos.
Francisco Hernández de Toledo, nació en Puebla de Montalbán, alrededor de 1514. A los quince años ya era bachiller en artes y filosofía. Estudió medicina en Alcalá de Henares haciendo una rápida y brillante carrera. Ejerció como médico en Toledo, y en Sevilla, donde se casó con Juana Díaz de Paniagua. Tuvieron dos hijos, Juan, que siguió los pasos de su padre, y una niña que profesó como monja
Francisco vivió consagrado al estudio. En Sevilla descubrió que algunos productos naturales que llegaban de América tenían propiedades curativas. Algo fascinante. Fue el primero en informar sobre este descubrimiento.
En 1560 entró en la escuela médica de Guadalupe, lugar donde se formaban los médicos del reino, conocido como «Protomedicator». Allí se hacían disecciones anatómicas para ser experto en cirugía. Logro el grado de magíster. Como su otra pasión eran las plantas, organizó el jardín botánico de la academia.
En 1567 fue nombrado médico de cámara Felipe II. Un rey sobre quien ha recaído parte de la insidia de la leyenda negra es un término acuñado por el francés Julián Juderías Cervera en un libro de propaganda antiespañola y anticatólica basada en mitos y tópicos negativos sobre España. Se escribe sobre la crueldad de la Inquisición, que en términos cuantitativos y cualitativos fue mucho menor que «la quema de brujas» que sucedía en Europa era casi diaria. Se dice por la avaricia de los conquistadores que fue bastante menor que la del resto de los europeos. Y por el fanatismo religioso, es decir, que según la leyenda que el continente americano sea de habla hispana y adopte el cristianismo como religión es un demérito español. Estos mitos fueron difundidos por los enemigos de España, como Inglaterra, Francia y los Países Bajos, utilizándolos para justificar sus guerras contra España para intentar hacerse con las tierras descubiertas por los españoles.
Felipe II era un hombre con una gran pasión por el conocimiento; en el año 1567 atesoraba 4.545 volúmenes y 2.000 manuscritos. A su muerte en 1598, la colección del rey era de 14.000 volúmenes, la mayor biblioteca privada del mundo. Felipe II la donó a El Escorial para que fuera un centro de investigación para beneficio público. Estuvo a disposición de todos los hombres de letras, religiosos o no, que quisieran venir a leer e investigar en ellos, según el mismo rey escribió.
La vida de Francisco cambió cuando Felipe II le propuso ir a América, en concreto a Nueva España, el virreinato más pujante. En aquellos años no se conocían ni la mineralogía, ni la zoología y la botánica del Nuevo Mundo. El rey sabía de los grandes conocimientos de Hernández en ciencias naturales y como Felipe II era un hombre apasionado por el saber, en el año 1570 nombró a Francisco Hernández, médico de las Indias, y le encomendó la tarea de recopilar y clasificar en un plazo de cinco años la vida y la naturaleza de los nuevos reinos. Quería saber qué beneficios pudieran aportar al mundo y cómo utilizarlos. Puso a disposición de Hernández medios y personal. Con Francisco viajaron asistentes, incluido su propio hijo, técnicos, boticarios, herboristas, dibujantes, etc.
Antes de salir a América, dejó a su hija en el convento de San Juan de la Penitencia en Toledo junto con una hija ilegítima que tuvo cuando se quedó viudo. Después de pasar por Canarias y Santo Domingo, se detuvo en la Habana para desembarcar definitivamente en Veracruz y trasladarse a la ciudad de México donde en 1571 fijó su residencia. En la capital mejicana entró en relación con el médico sevillano Francisco Bravo, autor de Opera medicinalita, el primer tratado impreso en América.
La sede permanente la dejó en la capital mejicana, pero el campo de exploración se extendía hasta California por el norte, por la costa oeste de Norteamérica y Centroamérica y hasta Panamá por el sur. Tuvo que viajar por toda la altiplanicie centroamericana. Recoger muestras y material botánico, estudiarlas y clasificarlas, y con especial interés las plantas medicinales. Le enviaban también especies de Filipinas y del área del Pacífico. Un mundo inmenso.
El médico toledano atendía también a los indios locales de sus enfermedades cotidianas, aunque su obligación era catalogar los minerales, los animales y las plantas. Una aventura científica sin precedentes. Clasificar, ordenar y organizar estos elementos por su aspecto, propiedades, género, especie y familia.
En el siglo XVI, la botánica y la zoología carecían de clasificaciones científicas. Francisco Hernández fue el primer gran naturalista moderno que se dedicó al estudio científico de las ciencias naturales.
Los cinco años se convirtieron en ocho años de intenso trabajo de campo. Su método y su manera de investigar se convirtieron en una forma de trabajo para los científicos en los próximos años. Un método basado en un sistema de fichas sobre cada especie vegetal, animal o mineral con un cuestionario escrito de tipo descriptivo acompañado de dibujos.
El sistema de ficheros que implantó se hizo famoso en el mundo y ha durado hasta casi nuestros días, solo apagado por la informática.
El trabajo de Hernández fue espectacular y fruto de ello fueron los 22 volúmenes escritos en latín para garantizar su universalidad, que lo convirtieron en la enciclopedia de Ciencias Naturales más importante del mundo. La obra describe 3000 especies vegetales; introduce plantas exóticas como el cacao, el maíz, el tomate, la papaya, etc. También evaluó las plantas de Filipinas y de la costa del Océano Indico, como por ejemplo la canela y el clavo. Recogió más de 400 animales de la fauna mexicana y minerales utilizados en medicina. Por la amplitud de sus informaciones y por un avanzado de su método, Hernández se convirtió en la principal referencia de los naturalistas europeos hasta finales del siglo XVIII o principios del XIX
En 1615 se publicó en México la primera edición de Hernández. Después aparecerá otra en Roma. La obra será reeditada varias veces. Aún hoy siguen apareciendo en documentos originales del gran naturalista.
La tragedia nunca falta en nuestra historia. La obra de Hernández se quemó el 1671 cuando un incendio asoló durante cinco días el monasterio de El Escorial. Por fortuna, Felipe II había tenido la prudencia de encargar a otro de sus médicos de cámara, el italiano Nardo Antonio Ricci, un resumen de la obra de Hernández para su publicación. A Felipe II se le ha reprochado que encarga ese trabajo a otro que no fuera el propio Hernández y a Ricci por su forma de resumir una obra tan extraordinaria, pero el hecho es que gracias a ella ha podido sobrevivir la portentosa investigación del médico Toledano.
La aventura científica de Hernández no fue un caso aislado. Fue, sí, la única expedición que gozó de iniciativa personal del rey y su trabajo fue también el más perfecto, pero hubo otros estudiosos españoles en esos años para retratar la naturaleza del Nuevo Mundo con grandes aportaciones para la ciencia: Acosta, médico burgalés, Juan de Costa, Benito Arias, etc.
Hernández volvió a España y vivió en Madrid estudiando. Había comenzado a traducir su obra a la lengua de los mexicanos y aztecas.
Francisco Hernández murió en 1587, pero no se conoce ni en qué condiciones ni dónde está enterrado.
Como escribe un ilustre médico mexicano: «Tan injustos han sido sus compatriotas como nosotros con este eminente hombre del que no se conoce ni el lugar de su sepultura».
A Francisco Hernando le corresponde un lugar eminente entre los científicos y entre los grandes hombres de la historia de España y Méjico.
Juan Pisuerga
PARA MAYOR INFORMACIÓN
1-, Francisco Hernández. 1946. Antigüedades de la Nueva España. Tr. México, D.F. Editorial Pedro Romero.
2-José María López Piñero; José Pardo Tomás. 1996. La influencia de Francisco Hernández, 1515-1587, en la constitución de la Botánica y la materia médica modernas. Instituto de Estudios Documentales e Históricos sobre la Ciencia, Universidad de Valencia: 260 pp. ISBN 84-370-2690-3
J3-Jacqueline Durand-Forest. 1986. Aperçu de l’histoire naturelle de la Nouvelle-Espagne d’après Hernández, les informateurs indigènes de Sahagun et les auteurs du Codex Badianus, Nouveau monde et renouveau de l’histoire naturelle Publicaciones de la Sorbonne: 3-28. ISBN 2-903019-51-7
4-Sandra I. Ramos Maldonado (2006). Tradición pliniana en la Andalucía del siglo XVI: a propósito de la labor filológica del doctor Francisco Hernández, en M. Rodríguez-Pantoja (ed.), Las raíces clásicas de Andalucía. Actas del IV Congreso Andaluz de Estudios Clásicos (Córdoba, 2002), Córdoba: Obra Social y Cultural Caja Sur, 2006, pp. 883-891. ISBN 84-7959-614-7