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Al margen de sucesos específicos, el proceso histórico de la Transición discurrió bajo dos premisas que tuvieron que fundirse para construir el Estado: la descentralización, que reconocería la autonomía de las regiones, y la búsqueda de un consenso entre las distintas fuerzas político-sociales para crear una Constitución ampliamente participada.

Los grupos franquistas se vieron obligados a renunciar a su identidad, mientras que quienes se habían opuesto al régimen fueron integrados gracias a la magnitud de la reforma política. Así se respondió a la pregunta de Carrillo: “¿Y después de Franco… qué?”. Pues, el consenso.

La Carta Magna impulsó políticamente al país, a pesar de nacer en plena crisis económica mundial de los setenta. Una depresión cíclica que erosionaba el mercado con acumulación de stock y con el cierre de fábricas, causando una dolorosa pérdida de empleo. A esta situación se sumaron factores inesperados, como el encarecimiento del petróleo y otras materias primas esenciales para la economía de los países desarrollados.

En 1977, la inflación alcanzó el 25%, una cifra desconocida en la historia de España desde la posguerra.

Los primeros años de la Transición fueron cruciales para establecer una estrategia de contención social. La economía empresarial operaba bajo mínimos mientras el paro iniciaba una danza macabra en un periodo de gran incertidumbre y drama.

Nuestra nación se inspira en una Constitución que hemos leído, conocemos y que nos alienta a respetarla. Es la primera en la historia de España que fue pactada y no impuesta por un grupo dominante. La izquierda española, de tradición republicana, reconoció pragmáticamente que la monarquía parlamentaria era la mejor solución en un Estado de derecho. La Carta Magna la hizo más liberal y garantista que muchas repúblicas europeas.

Ahora, resulta aterradora la indiferencia de los poderes públicos y los discursos soeces y mal estructurados en el seno de la soberanía nacional, que los diputados pronuncian en el hemiciclo, empleando de manera deficiente una lengua reconocida mundialmente.

¿Y qué decir de los medios de comunicación? Ante los sucesos diarios, no solo encadenan nuestra libertad y comportamiento civil, sino que también nos impiden valorar lo sustantivo de la Carta Magna, obligándonos a leer lo que quieren o lo que interpretan unos políticos poco formados, sin instrucción cultural ni intelectual.

Las televisiones, tanto públicas como muchas privadas, niegan al público el valor de la moral natural. Les impiden una adecuada formación intelectual y la apreciación de los valores tradicionales de la familia, unidad esencial de todas las civilizaciones que Roma nos inculcó hace 2000 años. Prefieren difundir ideas de «estercolero» como algo natural. El hedonismo y la vida sexual personal se exponen al público como actos heroicos. La homosexualidad o bisexualidad se presentan como logros sociales. En la vulgaridad más deleznable, se imparte conocimiento de manera indeseable y, si se me permite, miserable.

La gobernación del país avanzaba con pasos lentos, apoyada en la capacidad diplomática del rey Juan Carlos. Con los socialistas de Felipe González entramos en la OTAN, y con Aznar nos integramos en las organizaciones de las sociedades occidentales. Todo lo logrado se vino abajo una mañana por el irrespeto de un político que se negó a saludar a un país tan influyente como Estados Unidos. Un político sin escrúpulos al que no le importó el daño que hacía a España, pensando solo en su beneficio personal y el de sus amigos de partido. Un político barriobajero que sigue buscando negocios millonarios para su beneficio en países ricos con gobiernos de estercolero.

Y llegó el mayor drama desde la Guerra Civil: el atroz atentado de Atocha. Oficialmente atribuido a islamistas, que nunca fue reivindicado por ninguna nación árabe (incluido ISIS) y todavía está rodeado de demasiadas incógnitas.

Ese atentado nos devolvió a una mentalidad de guerra civil, polarizando al país de nuevo entre izquierdas y derechas, con el resurgimiento, como entonces. De los independentismos autonómicos: ¿Estamos regresando a épocas pasadas?

La mente enferma de ciertos políticos requiere asistencia para que sus pensamientos sean tratados tan a fondo y minuciosamente como una sinfonía wagneriana, con el objetivo de que logren un diálogo interno y reflexivo acerca de lo que están haciendo con España. Pero no lo veo posible.

A través de su historia, España ha experimentado períodos de gran esplendor en el ámbito cultural y científico. Uno de esos periodos fue el siglo XVIII, también llamado la Ilustración de España. A lo largo de esta época, intelectuales como Jovellanos, Cadalso o Feijoo promovieron cambios sociales, educativos y políticos que actualizaron la nación. Quizás requiramos otra época de ilustración.

Juan Pisuerga