En la Grecia clásica, Aristóteles ya lo advertía: «La corrupción es lo opuesto a la virtud» y, aunque parezca una obviedad, el problema es mucho más profundo. Para Aristóteles, el mayor bien de un ciudadano es cumplir con sus deberes. Por el contrario, «el que se aprovecha de la cosa pública sin el consentimiento de sus ciudadanos, envilece la virtud y compromete su integridad de forma específica y despectiva».
Sócrates soñaba con una sociedad ideal, justa y virtuosa, donde todos tuvieran acceso al conocimiento, a la verdad y al bienestar común. Defendía un gobierno de personas instruidas, una sociedad abierta y regida por los más virtuosos, que ofreciera a sus ciudadanos las mismas oportunidades de alcanzar su máximo potencial a través de una educación accesible, pero muy exigente.
Las ideas de Sócrates siguen siendo relevantes, aunque hoy la verdad, la justicia, la virtud y el bien común son utopías. Quizás con una pedagogía adecuada, todos podríamos entenderlo.
La verdad es una propuesta que no se puede negar racionalmente. Es un bien supremo, aunque su concepto sea muy amplio.
Un gobierno debe respetar la verdad y la justicia para que las leyes se cumplan y la igualdad de los ciudadanos ante la ley sea la misma.
Para los filósofos griegos, un dirigente debe practicar la virtud, una palabra en desuso. Según la RAE, la virtud “es el hábito de obrar el bien independientemente de los preceptos de la ley, por la sola bondad de la acción y de conformidad con la razón natural”.
Sin embargo, la palabra mentira se escucha a diario y, según la RAE, es “una manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente” o, en su segunda acepción, “algo que no es verdad”.
Los pueblos aspiran a que sus gobernantes, con inteligencia, organicen una sociedad de ciudadanos libres e íntegros, respetando sus leyes, tradiciones y costumbres.
La corrupción deslegitima las instituciones públicas y privadas, hiriendo de muerte las prácticas políticas, sociales y económicas. Sufrimos una herida que no sanará sin afrontarla con energía y sin sofismas.
Hemos llegado a esta situación por imitar hechos desafortunados de otros países; sociedades donde reinan el hedonismo y la mediocridad impulsada por campañas publicitarias que no respetan la virtud, la razón ni la moral natural.
Estamos ante una crisis moral profunda. Los ciudadanos se sienten perdidos. Desde la profundidad de la crisis que nos aflige, nuestra sociedad debe hablar alto y claro. Estamos en un momento en que no interesa el saber ni la formación. No se comprende cómo se puede obtener un título sin aprobar asignaturas ni cómo puede resolver su vida profesional sin la formación necesaria para el trabajo que la sociedad demanda. ¿De qué sirve tener un abogado si no conoce las leyes que te pueden defender?
La gente con sentido común no entiende para qué van a servir las asignaturas que se les imparten a sus hijos. Incluso los profesores se sienten perdidos y asustados por la agresiva actitud de los padres, sin una ley que los ampare y proteja. En pleno debate sobre la crisis de España, se quiere tapar sin curar la herida de nuestra propia desorientación.
Por otra parte, estamos en una trampa para inmigrantes engañados, una situación que evoca el tráfico de esclavos, que algunos usaron para enriquecerse hasta que el reino de España lo abolió en 1867.
Cualquier funcionario, diputado, concejal o agente de las fuerzas de seguridad puede ser vulnerable a la corrupción debido a la naturaleza coercitiva de las organizaciones gubernamentales. Los rangos inferiores cobran sobornos que comparten con los superiores para mantener su posición. El principal motor son los beneficios económicos asociados al poder.
Hoy en más del 95%, la corrupción vincularía está con la economía. Sin embargo, aunque la corrupción económica es dañina y ampliamente difundida por los medios, la corrupción moral es más importante.
Los intereses económicos, tanto públicos como privados, deben responder a una ética y, si se me permite, a una estética. No podemos permitir que nuestros mercados y sociedades sigan sufriendo las consecuencias de una corrupción moral que es más profunda que la económica, aunque esta última sea la que más ruido hace.
La causa de la corrupción es, sin duda, la ausencia de virtud, de razón y de moral.
Nuestra sociedad no puede seguir legitimando ni permitiendo una corrupción sucia, ni en el ámbito económico ni en el moral.
No podemos permitir que desconocidos se queden con una vivienda conseguida con esfuerzo sin que se pueda desalojarlos. Que a niñas inmigrantes o tuteladas se les obligue a prostituirse sin que ninguna autoridad intervenga. Que un agente de policía mire hacia otro lado ante un delito porque la juez suelta al delincuente a las dos horas. O que nos quiten nuestra cultura, costumbres o tradiciones solo porque a unos pocos no les gustan. Estos son hechos de corrupción moral más indeseable que la económica. La rápida pérdida de valores degrada y aniquila a las personas, y arruina las esperanzas de los inmigrantes que llegan engañados. Si no lo detenemos, el derrumbe del sistema es imparable. Debemos proteger a los pobres y marginados, que son los que más sufren la corrupción.
La corrupción social fomentada a través del soborno, el nepotismo, el tráfico de influencias y la malversación de fondos públicos es una enfermedad insidiosa que corroe los cimientos sociales, debilitando la confianza en las instituciones.
Necesitamos superar la arrogancia, dejar de mirar para otro lado y diferenciar entre las personas trabajadoras, íntegras y coherentes, que merecen una sociedad justa, y aquellos que han delinquido, han jugado con la ética o han sido corruptos.
Lejos del espectáculo electoral, necesitamos políticos de verdad, con ideas de futuro, para recuperar la fe y crear una sociedad moral, justa y sostenible, valorando la dulce idea de «un hombre, un voto».
Juan Pisuerga.