El Teatro Pradera es un edificio emblemático del desaparecido patrimonio de Valladolid. Aunque muchos vallisoletanos de más de 50 o 60 años probablemente lo recuerden, es crucial evocar su historia.
La historia del teatro comienza con los hermanos Pradera, una familia de fotógrafos de origen montañés que trabajaban como fotógrafos en el Campo Grande a finales del siglo XIX. Intrigados por las innovaciones tecnológicas, viajaron a la Exposición Mundial de París de 1902 para conocer el cinematógrafo de los hermanos Lumière. Convencidos de la invención, compraron un equipo que instalaron en 1904 en un barracón de madera, a la entrada del Campo Grande. Este lugar fue conocido popularmente como “La Barraca” o “El Barracón de los Pradera”.
Con su cinematógrafo, los hermanos se hicieron famosos recorriendo las ferias del norte de España. Ante el éxito, solicitaron al Ayuntamiento de Valladolid la cesión de unos terrenos cercanos al Campo Grande para construir un edificio permanente que sirviera como teatro y cinematógrafo. El Ayuntamiento, con el alcalde Augusto Fernández de la Reguera a la cabeza, encargó al arquitecto municipal Agapito Revilla el diseño del edificio, que fue alquilado a los hermanos Pradera por 50 años.
Debido a la creciente demanda, la familia Pradera construyó un edificio más grande y adecuado que abrió sus puertas en 1910, convirtiéndose en un referente cultural de Valladolid. En 1920, el teatro sufrió un incendio, pero su fachada fue completamente transformada en un estilo neobarroco con elementos como pórticos, frontones, escaleras y columnas salomónicas. Esta reforma, obra del arquitecto Jacobo Romero Fernández, se llevó a cabo entre 1930 y 1932.
A lo largo de varias décadas, el Teatro Pradera fue testigo de los cambios y la evolución de la sociedad vallisoletana. Sus gestores supieron adaptarse a las nuevas tendencias, ofreciendo al público una programación variada durante más de cincuenta años. Fue, en definitiva, un referente cultural de la ciudad.
Lamentablemente, en 1967, el teatro cerró sus puertas y, poco después, fue derribado al finalizar la concesión del terreno. Este hecho, que se hizo por el «progreso urbano», no consideró su gran importancia histórica y cultural. La demolición fue un acto que ningún vallisoletano de la época llegó a comprender.
Hoy, el Teatro Pradera es solo un recuerdo en la memoria de quienes lo conocieron. Sin embargo, su legado cultural pervive a través de varias generaciones. Un edificio no es simplemente un conjunto de ladrillos; es un lugar donde se forjan identidades, se crean recuerdos y se construye una comunidad. La desaparición del Teatro Pradera nos recuerda la importancia de preservar nuestro patrimonio cultural.
Juan Pisuerga