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La Orden del Temple nació en el año 1119, tras la Primera Cruzada, con la intención de proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa. Fue reconocida por la Iglesia católica en el Concilio de Troyes, celebrado en 1129, donde se aprobaron sus reglas y se le otorgó el estatus de “caballería de Dios”.

Cuando la Orden se estableció en Tierra Santa, surgió de inmediato un fenómeno de solidaridad y cooperación. Recibió donaciones de tierras, castillos, fincas de labor y bienes procedentes de toda Europa. La más importante, por ser la primera y por su significado político, fue la de su primer maestre, Hugo de Payns, quien donó sus posesiones en Francia en 1120.

En la península ibérica también recibió tierras y se le otorgaron encomiendas en Aragón, Castilla y Portugal, estos dos últimos reinos gobernados entonces por la Casa de Borgoña. Algunas donaciones fueron tan sorprendentes como la de Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, Navarra, Sobrarbe y Ribagorza, quien, al no tener descendencia legítima, redactó en 1131 un testamento en el que legaba todos sus dominios a las órdenes del Temple, de San Juan del Hospital y del Santo Sepulcro. Una decisión sin precedentes que generó una profunda conmoción y dio lugar a una compleja sucesión.

Los templarios se distinguieron en las cruzadas formando potentes unidades de caballería, bien armadas, adiestradas en estrategias militares y altamente motivadas. Contaron con el apoyo del monje cisterciense san Bernardo de Claraval, quien escribió su famoso tratado De laude novae militiae (Elogio de la nueva milicia). La Orden templaria mantuvo como lema de oración el “Non nobis, Domine, non nobis” (“No a nosotros, Señor, no a nosotros”).

Muchos nobles y caballeros europeos se unieron a los templarios. Su distintivo era un manto blanco con una cruz roja en el lado izquierdo del pecho. La Orden recomendaba que sus monturas fueran blancas, en señal de pureza.

Su actividad militar, su patrimonio y la buena administración económica de sus bienes los convirtieron en una enorme fuerza militar, política y financiera. Fue la orden más poderosa de la Edad Media, pero también la más enigmática.

Las primeras unidades templarias llegaron a España a finales del siglo XII, atraídas por la promesa de riquezas y la oportunidad de expandir la Orden. Tuvieron una presencia significativa durante la Reconquista, estableciéndose en los reinos cristianos, donde recibieron tierras y privilegios a cambio de su servicio militar. Sus caballeros, disciplinados y temidos por sus enemigos, fueron una fuerza esencial contra los musulmanes.

Además de guerreros, eran hábiles administradores, lo que les permitió acumular grandes riquezas y establecer una extensa red comercial. Construyeron numerosas fortalezas y castillos por toda la península.

En 1146, Alfonso VII de León les entregó la defensa de las tierras sorianas, las más conflictivas en aquel momento. Su sucesor en el reino de León, Fernando II, tras recibir su apoyo en la conquista definitiva de Toledo, Medinaceli y Alcázar de San Juan, les permitió expandirse por la Meseta Central para oponerse a los almorávides, que dejaron de ser una amenaza hacia 1150. Su poder en al-Ándalus se desintegró a causa de las revueltas internas y del surgimiento de los llamados Segundos Reinos de Taifas. El rey de León recompensó a la Orden entregándoles encomiendas en la Trasierra leonesa y en Extremadura.

Los almohades unificaron al-Ándalus y se convirtieron en una seria amenaza para los reinos cristianos. Los templarios intentaron contenerlos sin conseguirlo.

Durante los siglos XII y XIII desempeñaron un papel crucial en la Reconquista. Se destacaron en batallas como la de las Navas de Tolosa (1212), en la conquista de Sevilla (1248) y en la defensa de numerosos castillos peninsulares.

La relación entre Alfonso VIII y los templarios comenzó siendo excelente: eran guerreros valientes y aliados valiosos contra los almohades. Sin embargo, con el tiempo surgieron tensiones. Su riqueza y autonomía, unidas a sus vínculos con otras órdenes militares y con el papado, despertaron la suspicacia del rey. Alfonso VIII reconocía su valor, pero desconfiaba de su poder económico y militar, que podía desafiar su autoridad.

El mito y la historia se entrelazan en el rastro templario por la península. Muchos lugares son catalogados como “templarios” sin confirmación documental, influenciados por la tradición, la literatura o el interés divulgativo.

La Orden comenzó a prestar dinero a condados, principados y reinos con intereses, convirtiéndose en una especie de primer banco internacional. Pronto surgieron rumores de que habían encontrado el tesoro del rey Salomón en Tierra Santa. Su interés por el conocimiento y su contacto con cabalistas y otras corrientes orientales alimentaron las acusaciones de brujería y esoterismo.

Aunque no existen pruebas documentales de vínculos formales con la cábala, se les atribuyó el uso de métodos como la gematría, la temurah o el notariqon para descifrar supuestos misterios divinos. Estas leyendas acrecentaron su prestigio, pero también motivaron su persecución.

En 1243 nació Jacques de Molay, el último maestre del Temple. Una tradición cuenta que, durante el Camino de Santiago, donó su espada al castillo templario de Ponferrada.

Felipe IV de Francia, endeudado con la Orden, aprovechó los rumores para acusarla de herejía, idolatría y sodomía, con el apoyo del papa Clemente V. En 1307 el Temple fue disuelto y sus miembros, apresados. Tras años de torturas, Molay y otros templarios fueron quemados vivos en 1314. Según la tradición, antes de morir maldijo públicamente, en la plaza de Notre Dame de París, al rey de Francia y al papa, vaticinando su caída en menos de un año. Una profecía que, según se dice, se cumplió.

En 2001, la paleógrafa italiana Bárbara Frale descubrió en los Archivos Vaticanos el llamado Pergamino de Chinon, en el que se afirma que Clemente V absolvió en 1308 a Molay y a los templarios de los cargos que se les imputaban. El Vaticano publicó el documento en 2007 en una edición limitada.

Muchos templarios huyeron a la península ibérica, donde se integraron en órdenes como la de Calatrava, la de Santiago o la recién creada de Montesa, aportando bienes y fortaleciendo estas instituciones.

Con el tiempo, los reyes tomaron el control de las órdenes militares, limitando su autonomía. Sin embargo, el legado templario sigue vivo en iglesias, monasterios, fortalezas y en las múltiples leyendas que rodean a la Orden.

 

PARA MÁS INFORMACIÓN, CONSULTAR.

  1. Barber, Malcolm (2001). Templarios: la nueva caballería. Barcelona: Martínez Roca.
  2. Bernardo de Claraval. Elogio de la nueva milicia templaria. Madrid: Ediciones Siruela.
  3. Víctor (2003). Historia real de la Orden del Temple. Desde el siglo XII hasta hoy. Sevilla: Editorial Punto Rojo.
  4. Ledesma Rubio, M.ª L. (1982). Templarios y hospitalarios en el Reino de Aragón.
  5. Martínez Díez, Gonzalo (1993). Los templarios en la Corona de Castilla. Burgos: Editorial La Olmeda.
  6. Moxó y de Montoliu, Francisco de (1993). “Los templarios en la Corona de Aragón”. Anuario Aragón en la Edad Media.
  7. Pascual, Fernando (2007). “Los templarios, más allá de la leyenda”. Revista Ecclesia.
  8. Walker, Martin (1973). Historia de los templarios. Barcelona: Editorial Comunicación.